Bueno, ahora que te lo estoy contando, es posible que vayas a Ajanpay. Y harías bien.
Porque de eso trata este blog, de viajes y visitas inusuales… y Ajanpay, como otros mil pequeños templos y monumentos de la India, bien merece que le dediquemos unos minutos.

Ajanpay es abrazar el desvío inesperado, dejarte llevar por el camino, hacer que la ruta esté marcada por los imprevistos, por deliciosas sorpresas.
Después de algunos días en Pushkar, una tranquila y coqueta ciudad santa en la que decidí descansar de los rigores de la carretera, decidí salir y explorar los alrededores. Tras charlar con el encargado del hotel y consultar el mapa, di con un pequeño camino, que conducía a una zona apartada, a unos 10 km. de Pushkar, y que prometía una excursión original.

Dicho y hecho, cargué la moto con mis bártulos de fotos, un poco de agua y unas galletas y me lancé al camino.
Decidí prescindir de la ayuda de Google y aventurarme a preguntar. Pasé varios pequeños pueblos, en los que gracias a mi perfecto dominio del hindi, conseguí hacerme entender y, gracias a las indicaciones de los paisanos, enfilar una preciosa carreterita de adoquines, que me llevó hasta Ajanpay.


¿Que tiene Ajanpay? Lo tiene todo y nada.
No encontré un templo con la magnificencia de otros grandes santuarios de la India. Sin espléndidas estructuras, esculturas, relieves o elementos artísticos destacables, tenía el encanto de la sencillez, de la modestia, y, eso si, una ubicación envidiable. En mitad de un zona rural apartada e inundada de verdor, Ajanpay se esconde al viajero dentro de un pequeño cañón rodeado de suaves colinas.

Las caras de los pocos residentes fueron un poema al verme llegar. Paré la moto, y cámara en ristre me dediqué a explorar el lugar de forma concienzuda.
Después de recorrer las estructuras, bajé por unas escaleras hasta un pequeño estanque, para internarme luego en el bosque. Ahí me sorprendieron un grupo de pavos reales silvestres que salieron volando en cuento me vieron.

Después de un pequeño paseo, volví al templo y, acompañado de algunos monos, comí algo que no pude identificar, en el modesto y único tenderete que había en la zona.
Después de charlar un rato con el jefe del cotarro, en mi casi perfecto hindi, subí a lomos de mi burra y me dediqué a recorrer los alrededores pasando por pequeños pueblos, comprando fruta y esquivando niños que entusiasmados se tiraban bajo las ruedas de la moto.



Una excursión que no pasará a la historia, pero que siempre me hará tener en la boca ese dulce y constante gusto que dejan los pequeños acontecimientos.